miércoles, noviembre 30, 2005

El Viaje

En aquella época en que yo contaba mis años con un uno adelante, todos los sábados a la mañana jugábamos el campeonato de fútbol de alumnos; el viaje, hasta el campo de deportes del colegio, era largo y no había otra que levantarse temprano, muy temprano para ese gusto que todavía no ha envejecido de despertarme para almorzar. Después del partido nos comíamos unos “patys” o íbamos hasta el almacén de la otra cuadra a comprar una botella de coca que tenía que alcanzar para varios.

Si yo tuviese que hacer una crónica de lo que pasaba en esos días, no podría agregarle a eso mucho más que algunas agarradas a piñas (más seguido de lo que quisiera recordar) y muy pocos goles que terminarían por provocar diluvios e inundaciones (o procesiones religiosas ante tan milagroso evento). Pero había más, esos días estaban llenos de un montón de esas cosas que son imposibles de transmitir, que son inabarcables con palabras, es como la magia, no se cuenta, o se ve o se pierde; por eso no me llamaba la atención que sábado a sábado me despertase sobresaltado un par de horas antes de lo previsto por miedo a quedarme dormido.

En éste viaje pasó algo por el estilo, cada una de las cosas que hicimos resultarían intrascendentes sacadas del contexto en el cual se presentaron, he intentado transmitir lo que vivimos y ni siquiera los amigos que, por varios motivos, tuvieron que quedarse pudieron entenderlo.

Cuando crucé el peaje de la Autopista La Plata - Buenos Aires, saqué de mi mochila unos veinte años que resultaban incómodos para la travesía y los dejé en un costadito para levantarlos a la vuelta, me pareció ver que quienes iban conmigo hicieron lo mismo y al llegar, entendí que todos estábamos tan livianos como en aquel primer viaje de egresados pero con la enorme diferencia de que ésta vez, sabíamos que estábamos viviendo un momento único, y así seguimos hasta el final en que volvimos llenos de un nosotros que siempre existió y, quizás, no teníamos tan presente (no, al menos en la magnitud con que se dio).

Unos días después, Gabriel hizo una síntesis tan precisa que prefiero tomarla tal cual, en lugar de inventar la mía propia: “... fueron sesenta horas en las que tuve un relax psíquico y espiritual que me hizo olvidar de mis miedos, angustias y frustraciones como hace 20 años que no me pasaba. Solo sentí placer, alegría, diversión, emoción...”

Dormimos poco, porque hasta bostezar era una pérdida de tiempo, y allí volvimos a ser, el Pollo, el Ruso, Cuchara, el Negrito, Fepe, Churrasco, Peter, el Torta, Anito, Jero, Berto, Johnny y Bocha sin más títulos ni honores que ser amigos desde siempre.

Uno de ellos, que es director de cine, hizo éste videoclip:


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Versión Windows Media (pa los llorones)


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martes, noviembre 22, 2005

El Ingeniero II

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En ésta universidad alejada del mundo, no era común recibirse en el tiempo mínimo exacto que duraba la carrera, de hecho Lisandro fue el segundo alumno en conseguir éste logro, el otro, había sido el Inglés, exactamente un año antes.

Para quienes venían de lejos, el mayor escollo era resistir la tentación permanente de abandonar tanto sufrimiento y volver a sus casas, sus familias, sus tierras, sus costumbres. Lisandro, durante el primer año de carrera no fue ajeno a esto, a diario caminaba hacia la gris terminal de ómnibus pensando en que no volvería a la pensión de estudiantes y con el deseo de que nadie más supiera de él en el pueblo.

Coqueteaba con la boletería mientras arrugaba con el puño la plata para el pasaje que guardaba en el bolsillo, pero vaya a saber por qué, siempre volvía, aunque lo hiciera con el paso más lento y la cara bañada en lágrimas que intentaba disimular restregando sus ojos con el puño un par de cuadras antes de llegar a la pensión, porque “los hombres, no lloran”.

Un día sintió que la tolerancia y el estoicismo se le habían acabado, se levantó de su vieja y chirriante cama y salió corriendo hacia la estación de colectivos, la puerta no estaba abierta lo suficiente y se golpeó fuertemente el brazo, pero eso no lo detuvo; en el camino aparecieron lágrimas silenciosas, aunque nada tenían que ver con ese golpe. Frente a la ventanilla de la empresa de ómnibus, sacó los billetes y pidió un boleto de ida hasta su pueblo natal. Mientras esperaba sentado en un viejo y desvencijado banco de madera, que el colectivo llegara masajeándose lentamente el brazo golpeado y con los ojos atornillados al suelo, el Inglés se acomodó a su lado; nadie sabe cómo empezó la conversación, pero continuó hasta que las gargantas secas se transformaron en abrazos y lágrimas sin vergüenzas, el colectivo, en tanto, se fue con un pasajero menos, con un asiento vendido que nadie ocupaba.

A partir de allí, el Inglés y Lisandro se hicieron inseparables, juntos estudiaban, planificaban, charlaban, salían y reían, entonces el tiempo dejó de caer suave como una pluma en el aire y empezó a transcurrir a una velocidad normal.

Cuando Lisandro se recibió, el Inglés ya había abandonado el pueblo, sus méritos lo habían llevado lejos, hasta las grandes ciudades, habitadas por gigantes de cemento y terminales de ómnibus en donde nadie puede encontrarse con nadie y el consejo de un desconocido sería visto como una impertinencia; desde esa geografía tan diferente, estuvo pendiente de aquella maldita última nota de su amigo como si fuese propia y festejó a solas, ni bien el padre de Lisandro lo llamó para contarle la noticia, con un grito que esperaba pudiese atravesar las distancias.

viernes, noviembre 18, 2005

Veinte años... no es nada

Las panzas habrán ido adquiriendo una trabajosa forma redondeada que mucho tiene que ver con la felicidad y, recorriendo el camino inverso, los pelos se habrán tomado vacaciones o, por la imposibilidad de su regreso, seguramente estarán ya jubilados. Pero las miradas serán las mismas, el tiempo no ha pasado para nosotros porque nosotros no lo dejamos pasar, porque nos ocupamos de seguir riéndonos de las mismas cosas como si hubiesen pasado ayer, un ayer tan cercano que se acaricia con la misma ingenuidad con que se hacía veinte años atrás.

El escenario será diferente, las montañas nevadas se vestirán de playa y el aire con vapor de aliento habrá tomado la frescura del olor a sal. El hotel, ya no será el que te toque, sino que lo hemos elegido nosotros y ese nosotros será un número más pequeño que aquella vez.

Pero, como en los cuentos de hadas, habrá magia y encantos varios que nos retrotraerán en el tiempo y nos harán sentir, como experiencia única e irrepetible, que, durante dos maravillosos e incomparables días, recuperamos nuestros diecisiete años. Las bromas, las carcajadas, la sensación de omnipotencia inconsciente y, por sobre todas las cosas, la fraternidad transparente estarán presentes, como siempre lo estuvieron, para celebrar y celebrarnos.

Hay ocasiones en que uno sabe que está ante un momento soñado, uno de esos acontecimientos que nos llenarán de recuerdos y anécdotas y siente ansiedad por que ocurra y deseo de que sea eterno (de algún modo, lo será). Cuando la tarde del viernes empiece a oscurecerse será la campana de largada para mi segundo viaje de egresados, veinte años después que el primero, en el que durante un par de días, honraremos a la Ciudad Feliz, siendo tan felices como ella.

martes, noviembre 15, 2005

El Ingeniero, una historia bien argentina I

Llegó hasta las puertas de la facultad con una ansiedad tal que sus rodillas se chocaban en el intento por caminar más rápido de lo posible, cruzó la puerta de madera gastada, que apenas tenía resistencia para abrirse y cerrarse una vez al día sin desmoronarse por completo, y se dirigió hacia la rectoría.

Cuando oyó los pasos que se acercaban, Beatriz levantó su mirada desde detrás de los anteojos gruesos sin mover la cabeza y al ver a Lisandro, se inclinó hacia el archivo que tenía a su lado para buscar el expediente.

- Buenos días - dijo Lisandro a las apuradas y al mismo ritmo agregó - venía a...

Beatriz no lo dejó terminar, sin devolverle el saludo dijo - sí, sí, ya sé - y volvió a sumergirse en el archivo en busca los papeles del chico. Era natural que la mujer supiese a qué venía el alumno, era la cuarta vez en quince días que se presentaba preguntando por lo mismo.

El tiempo que tardó la mujer en encontrar el expediente a Lisandro le parecíó eterno, movía los piés como si estuviera caminando hacia algún lugar, se restregaba las manos e hizo sonar cada una de las articulaciones de sus dedos.

- Acá está - dijo por fin la mujer, mientras sacaba una vieja carpeta que había sido iniciada seis años antes tan sólo con un formulario de inscripción y una foto y que ahora se la veía tan rellena como ajada - éste es el resultado de tu tesis - añadió.

La cara de Lisandro se iluminó como si hubiera salido el sol dentro de esa habitación gris apenas iluminada por una polvorienta lamparita que colgaba del techo, cuya débil luz se ahogaba entre tantos papeles con olor a viejo, y un velador, recompuesto por varios metros de cinta aisladora, que apuntaba al escritorio de la secretaria. Sin vacilar, estiró la mano para tomar el documento que se ofrecía delante suyo.

- Primero tenés que firmar acá - le dijo Beatriz quitando el papel justo una fracción de segundo antes de que Lisandro lo llegara a tomar y ofreciéndole otro a cambio.

La firma del muchacho pudo haber sido cualquiera, le importaba bastante poco cumplir con esa formalidad, de manera que garabateó lo primero que se le vino en mente y le devolvió ese segundo papel a la secretaria.

Ella lo recibió y lo guardó sin prisa alguna y recién cuando hubo archivado el expediente en su cajón, volvió a ofrecerle el primero - tomá, te felicito –

Qué le importaba a Lisandro que esas felicitaciones hubieran sido expresadas sin ganas, lo único relevante para él, era que se había transformado en Ingeniero, que un montón de años, sinsabores y soledades habían valido la pena. Tomó el resultado con una sonrisa que era más grande que su cara y comenzó a leerlo mientras corría por el pasillo hasta un teléfono público para llamar a sus viejos, rogando que ésta vez, tuviera tono.

viernes, noviembre 11, 2005

Suspiros

Cuando la noche termina de ponerse su maquillaje de silencio, en mi casa (como en todas, no solemos buscar originalidad alguna en esto) ya todos están arropados de sueño. De vez en cuando el televisor sigue hablándole a mi espalda y yo tecleo, como en este momento, o leo o juego frente a la computadora.

Poco a poco el cansancio comienza a atraparme a mí también y en el tercer cabezazo decido que es hora de dejarlo cantar su victoria. Allí empiezan mis últimos cinco minutos del día, apago las luces que quedaron encendidas, dejo entrar al perro (me ha tocado un perro amanerado que, si no duerme adentro, llora) y paso por el dormitorio de las nenas para acomodarles las mantas o enderezarlas si es que están cruzadas en la cama con medio cuerpo afuera.

Ese día, mi nena mayor y yo, no habíamos terminado bien, sus caprichos se habían cruzado con mis intolerancias provocando una escalada de gritos, retos y llantos. Así, llorando, se durmió.

Cuando estaba haciendo esa última recorrida, me acerqué a ella, la miré descubriendo el rastro de su última lágrima y apoyé la palma de mi mano sobre la frente con una caricia tan suave como para que no se despierte, pero tan cierta como para poder percibir el calor de su piel.

En el momento en que la toqué, ella dejó escapar un prolongado suspiro que me estremeció como si al oírlo me hubiese atravesado el cuerpo y el alma. Tuve la sensación de que en ese suspiro ella me decía que me estaba esperando, que necesitaba de esa caricia para poder dormir tranquila. Probablemente haya sido una coincidencia, uno de esos momentos en que dos tiempos distintos se juntan azarosamente en un momento cualquiera creando una figura nueva e incierta, pero ya ha pasado más de un año desde aquella noche y todavía recuerdo ese suspiro como si hubiera dejado un rastro dentro mío.


Dedicado a Artemisa, porque su post me provocó este recuerdo.

martes, noviembre 08, 2005

Historias de Jack y Flor

Era el atardecer de un día que todavía no había tenido agitación alguna cuando Jack empezó a desperezarse en la reposera del club; entre el pesado sol de diciembre y la mala posición de horas, el despertar de nuestro protagonista era acompañado con dolores y molestias varias en la cabeza y el cuello, aunque seguramente, la botella de champagne que giraba vacía en el suelo al ritmo que le imponía la suave brisa vespertina habría influido en los malestares del momento. Como un acto de irresponsabilidad y osadía, Jack, comenzó a pensar...

Es la última vez que cedo a la tentación de dormirme si estoy en público, no me importa cuántos sean, ni sexo, ni edad, no puedo hacerlo. Mis amaneceres, especialmente los que se abrigan en el calorcito de la siesta, tienen tres características ineludibles: La primera es ese asqueroso hilo de baba que si no encuentra una sábana o una almohada en donde secarse me deja media cara brillante y resbalosa, la segunda hace que me dé cuenta muy tarde de la primera, porque mis despertares son tan largos que un ojo le avisa al otro para abrirse juntos y ni en eso he podido ser demasiado coordinado y la tercera, ¡ay la tercera!, el don perignon (si vamos a ser finos pa nombrar al quetejedi, lo hacemos bien) está duro como si adelante mío estuvieran Pampita y la Jelinek en pelotas haciéndose mimitos, no cede ni con lastre de globo aerostático y cualquier cosa amplia que tenga puesta de la cintura para abajo se ve como la carpa del Tihany (ok, exagero un poquito... me creerían si les digo la lona del patio de casa... bueno, no importa... no tengo que hacerme cargo de vuestra ignorancia).

Hoy fue peor, porque me dormí en una sombrita al costado de la pileta pública cuando todos se habían ido a almorzar escapándole a la hora en que el sol juega balero con el agujero de ozono y se me fue el tiempo porque cuando me levanté había más gente que en un banco el día de cobro de jubilados. Yo estaba seguro que si alguien no había visto lo lamentable del espectáculo era porque le habían hecho piquete de ojos y para colmo de males Florencia se había echado a tomar sol al lado mío...

Yo no sé por qué ésta guacha cuando va a la oficina se viste con ropa ancha y aburrida como si quisiera ocultar una identidad secreta, ¡y qué identidad!, esas curvas tendrían que estar señalizadas porque en cualquier momento me rompo la trompa contra el vidrio de sus anteojos...

Flor - ¿Estuvo calentita la siesta no?dijo apenas se dio cuenta de que estaba despierto, no se le pierde un detalle a la turra y encima me gasta... a veces quisiera que no fuera tan eficiente y “obviara” ciertos detalles...

Jack - Son cosas normales naba, pasale contesté, mientras me la morfaba con los ojos desde los pies hasta las torres gemelas deseando ser un avión para atentar contra ellas...

Flor - Sí, seguro, seguro se dio vuelta con una de esas risitas calladas que me revientan, pero cuando giró y puso al descubierto el final de su columna vertebral ya me había olvidado de su respuestaojalá que “esas cosas normales” se te mantengan por mucho tiempo, después se extrañan.

Yo quería que la sangre abandonara los cuerpos cavernosos y volviera a su cauce normal, pero con las fantasías que este pedazo de póster de gomería viviente me estaba generando se hacía imposible y no podía moverme de donde estaba sin pasar vergüenza así que saqué una revista y me puse a leer sin ganas.

La tarde empezaba a hacerse noche cuando se lo vio a Jack caminando rumbo al vestuario, con una extraña renguera y un sigilo más raro aún.


Nota: Éste relato fue escrito en base a los personajes creados por el verdadero Jack, con algunas licencias que me he tomado para desarrollarlo. Más y mejores cosas pueden encontrar en su página, una verdadera joyita (nunca taxi) de la blogósfera.

viernes, noviembre 04, 2005

Ayer y hoy

Mientras la veía bajar por la escalera del salón con su vestido blanco de adultez, empecé a estremecerme de nostalgia; ella daba pasos lentos para evitar que sus tacos altos la hicieran caer y abría los ojos como intentando atrapar todo lo que había debajo. Soñaba con un mañana, como decía la canción que la acompañaba y al mismo tiempo miraba el ayer.

A la misma velocidad que su descender, mis ojos se iban humedeciendo. Al principio pude disimularlo tocando con mis dedos los lagrimales, pero una fracción de segundo más tarde, eso ya no servía. Cuando llegó hasta mí, la abracé tan fuerte que parecía que no la iba a dejar escapar y no me fijé, pero debo haberle mojado un poco el vestido mientras le susurraba mi cariño al oído.

Nunca había ocupado el sitial de hermana preferida, pero en ese instante, a la vejez viruela, se llevó toda mi atención. En realidad, la historia había comenzado unos meses antes cuando de golpe y porrazo su cuerpo empezó a estar habitado por una nueva pequeña personita, pero eso formará parte de algún otro relato. Lo cierto es que esa noche todos nos hicimos un poco más viejos y más unidos, lo cual no es poco para una familia que siempre supo lo que era compartir.

A partir de ese momento nuestras historias comenzaron a correr juntas, su matrimonio precedió por poco al mío, sus dos hijos Camila y Juan Pablo se escalonaron con las mías y las vidas se entrelazaron como dedos apretados deseando suerte. No era para menos, su concepción de familia grande la llevó a que nunca se fuera del todo, a que su nueva historia resultara una continuación perfecta y ampliada de su vida vieja.

A pesar de eso, hubo un día en que sin creérselo mucho me dijo que la crisis económica los iba a empujar hacia otro continente y que la decisión estaba tomada. No le creí y finalmente no ocurrió, pero imaginarlos a todos ellos lejos me provocaba una fuerte sensación de tristeza.

Hoy siguen aquí y ya no piensan en irse; y ella festeja su cumpleaños número treinta y cuatro, juntos, como espero que siempre sea. Mi hermana Paula.

martes, noviembre 01, 2005

Naif

Abono y propongo la ingenuidad a diario, no como estupidez ni por inconsciencia, no como un escudo ni como una excusa, no busco ser mejor, ni más bueno, no quiero ser políticamente conveniente ni inimputable... Tan sólo creo que la ingenuidad es el último lazo que nos une a lo profundo de nuestra esencia, al rincón más natural, a la pureza.

La ingenuidad es el juego, es la sonrisa y el rubor, el sueño de la siesta, el valor de la palabra, los deberes de la escuela que no se hicieron y se reflejan en la mirada, el deseo de ver transparencias y el compromiso de empezar a creer en ellas, es el nerviosismo de cualquier primer encuentro y el baile del regreso, es caminar balanceándose como si estuviésemos escuchando música por más que tan sólo nos rodee un murmullo lejano, es hacer que los murmullo sean lejanos y a cambio acercarnos a las voces...

Pero no por eso creo hacerme amigo de la tontera, no podría aceptar que los sueños o la imaginación se desvanecen en un todo analítico; existen como tales sin explicación y se guardan en cajas de fantasía que nunca debieran romperse. Puedo razonar, pero a veces no tengo ganas, me puede el disfrute de un momento sin pensar en sus causas y sus consecuencias, me ganan las palabras, leerlas, escucharlas, sentirlas, sin indagar qué se esconde detrás de ellas.

Elijo a la gente porque supongo que tienen el don de sí mismas, apuesto al éxito conociendo el fracaso y prefiero proponer a disponer, a mí me parece que mañana será un buen día aunque a veces el hoy se me haga eterno. Yo sé, que creer tiene el precio del desencanto, pero prefiero soportar de tanto en tanto ese sabor amargo a cambio de las sonrisas a mejillas llenas y, en definitiva, el día que no encuentre dentro mío nada ligado a la ingenuidad, entenderé que me he vuelto irremediablemente viejo.

Sin mérito alguno fui dotado con una gran cuota de inteligencia y aunque a veces me pesa no haberla explotado tanto como ella merecía, entiendo que en alguna esquina de la vida elegí sentir y querer, y entendí que la inteligencia no está hecha para las relaciones humanas; sobran otras cualidades para honrarlas.