miércoles, marzo 18, 2009

A mi hija (10)

Me da bronca no recordar todos los detalles con la claridad que quisiera, me gustaría contarte de los olores que se formaban entre la mezcla de las flores, los papeles de regalo y los bombones con las gasas y alcoholes del sanatorio o los colores de las paredes de aquella habitación o el paisaje que se veía desde la ventana, pero mi memoria se ha vuelto cada vez más mezquina. Sin embargo, hay cosas que sí han salido victoriosas a la erosión del tiempo.

La calidez de la noche del 17 de marzo te descubrió rasgando y pateando hasta romper la bolsa en la que habías permanecido tantos meses dentro de tu Madre. Sin sustos ni prisas, aunque con las sábanas mojadas, averiguamos dónde teníamos que ir a decorar el pesebre. No fue fácil encontrar tu sitio ya que esa noche, anticipando tu llegada, tantos niños quisieron nacer como vos, finalmente llegamos al Mater Dei con más promesas que espacio mientras yo sonreía sabiendo que poco más de 30 años atrás en ese mismo lugar, pero con distinto nombre, era yo quien insistía en salir de una panzota.

La noche se hizo larga, vos te resistías a abandonar a tu Mamá, con el corazón bailando apresuradamente y yo, sentado en una incómoda silla de madera en la sala de preparto, empecé a sentir que los párpados eran pesados telones de teatro, insostenibles.

Finalmente, cuando parecía que los cerrojos de las puertas habían caído, me vestí de gala con un delantal celeste y una cofia a tono. Mi cuerpo era una alquimia de miedos y ansiedades pero deseaba estar allí cuando llegaras. Quería ver ocurrir el momento más anhelado, deseaba sentir el paso de ese instante preciso en que mi vida comenzaba a realizarse, a perdurar, a existir. Preparé mis oídos para el exacto segundo en que a través de un pequeño grito, mi voz empezaba a tener eco. Pero no fue posible, tu corazón, acaso emocionado por percibir todo aquello, se desató y tuve que salir de la sala que se transformó en quirófano.

Desde detrás de una puerta me enteré que naciste, alguien que salía del quirófano a las apuradas se compadeció de mi cara deshecha para decirme que todo había salido bien. Durante los minutos anteriores, tan extensos ellos, había escuchado infinidad de ruidos (a los que interpreté de todas formas posibles) como siempre ocurre cuando uno se encuentra a oscuras. Poco o mucho mas tarde depende quién maneje el reloj de arena, apareciste envuelta en un manto que tenía varias veces tu tamaño.

Chiquita, muy chiquita, arrugada como una abuela centenaria y húmeda como una lágrima retenida, te vi pasar y me descubrí a mi mismo envuelto en sueños de recién nacido.

En la mañana del 18 de marzo de 1999 un verano en retirada todavía deseaba mostrarse cálido pero para mí eso carecía de valor porque fue allí cuando la temperatura empezó a medirse por el calor de tu cuerpo que un rato después resposaba sobre mi pecho desnudo robándose todo su contenido.