sábado, octubre 29, 2005

Fiesta de disfraces

Cuando la noche comienza a asomarse con carcajadas silenciosas que van descomponiendo el azul del cielo hasta oscurecerlo por completo, ella está revisando su bolso para encontrar las llaves que le permitan entrar a su casa.

Abre la heladera, saca la botella de agua mineral que empezó antes de salir, toma un poco y deja el vaso sin terminar sobre la mesada. Camino a la habitación enciende el equipo de música y canta mientras se cambia la ropa; en una silla deja caer el cansancio del día junto con el tailleur verde oliva sin preocuparle que se arrugue (ni lo uno, ni lo otro) y le gustaría que el hartazgo acumulado se pudiera quitar de igual modo.

Sin dejar de cantar ni bailar enciende la computadora y revisa su correo para ver si le llegó un chiste nuevo, después comienza a maquillarse pintando su cabello de blanco y una sonrisa burlona que le es ajena por más que intente repetidamente hacerla auténtica.

En éste mundo en que la gente pasa sin ver o sin prestar demasiada atención, ella se siente protegida dentro de un personaje que le parece ideal, siempre quiso ser un poco mala pero jamás tuvo con qué. Es la rebeldía de la gente de buen corazón que se empeña en imaginar un universo distinto e irrealizable.

Ella insiste con que es inconmovible mientras una lágrima le resbala por el corazón y grita a quien quiera oírla que nada le importa pero le será difícil hacérselo creer a alguien si ella misma no puede convencerse.

Cuando la conocí usaba otro nombre, no le presté demasiada atención porque yo caminaba rápido y sucede igual que en las películas, para descubrir la trama y disfrutarlas plenamente hay que estar dispuesto a tomarse el tiempo necesario. A poco de cambiar su nombre la volví a encontrar, yo estaba más calmo y me detuve lo necesario para encontrarla; de poco sirvió la máscara que se había puesto, me resultaba gracioso el garabato de personaje pero al mismo tiempo me parecía encantadora la persona que se encontraba detrás.

Sensible y tierna, ambas cosas inocultables a su pesar, comencé a tomarle cariño, me hacía (y me hace) acordar a uno de mis grandes amigos o a mí mismo años atrás, porque prefería elegir la torpeza de un abrazo brusco antes que la delicadeza de una caricia pero en el fondo no podía dejar de querer y ser querible.

Mis ausencias coincidieron con sus festejos y no estuve en el momento indicado para desearle que tuviera un feliz cumpleaños, pero ella sabe que lo hubiese hecho porque el cariño es tan genuino como ella, aunque pretenda que no se le note.


Un beso Cruella.

miércoles, octubre 26, 2005

Huellas de ángel

Mi hija mayor, que tiene seis años, está terminando su primer grado. De vez en cuando la maestra propone un ejercicio que consiste en crear un cuento a partir de cuatro imágenes. Una visión adulta observa en el primer cuadrito a un nene saltando infructuosamente junto a un árbol mientras otro se acerca. El segundo cuadro muestra cómo el que llegaba le está diciendo un secreto al saltarín. En el tercero, uno alza al otro que arranca manzanas del árbol; en el último los dos chicos están sentados al pié del árbol comiéndolas. Éste fue su relato:

Un día, un nene cuyo nombre era Javier, salió de su casa y quería agarrar manzanas y era petiso, muy petiso para llegar. Cuando llegó su primo Sebastián preocupado porque él, o sea Javier, se había golpeado. Y le dijo:

– ¿qué te pasa Javier?
– y él contestó – me pasa que quiero agarrar una manzana y no puedo
– Bueno, yo tengo una idea

Su idea era que lo alzara para llegar; él dijo:

– tu puedes agarrar mil ciento diez manzanas
– No, pero si me alzas, te las daré de arriba.
– Trato hecho
– Trato hecho

Lo alzó y las agarró. A Javier se le veía el pupo, pero no pasaba nada.

Comieron manzanas y se fue cada uno a su casa.

Mi memoria no llega tan lejos, pero yo creo que a los seis años no hubiera podido ni siquiera imaginar hacer un cuento... disculpen, el orgullo de papá me tiene tan ancho como el aire.

viernes, octubre 21, 2005

La enredadera y el muro

Uno, como tantos, acostumbra utilizar frases heroicas que suponen una actitud un poco valiente y un poco inconsciente ante circunstancias extremas que nunca llegarán. De algún modo es como las campañas electorales, el que promete las acciones más osadas es quien menos chance tiene de ganar, o ninguna.

En éste contexto, uno jura y perjura que daría la vida por tal o cual persona y, puestos a decir, se llena la boca con cantidad de nombres que merecerían que vayamos al jonca por salvar su pellejo. No obstante que dicho desde lo más profundo de un cariño debiera creerse cierto, uno tampoco sabe cuán paralizadas pueden quedar las patas si ese momento se presenta y hay que hacerle la última venia a nuestra historia por aquí. Pero nada de eso suele pasar, como mucho y si es que no hemos tenido hepatitis, podremos dar algunos centímetros cúbicos de sangre.

Y no hace falta, la vida se encarga de ofrecernos múltiples posibilidades más cotidianas que aquel saludo final para demostrar cuánto queremos.

Mientras mi ánimo iba bajando lentamente por un largo tobogán en el que las ilusiones se rompían como baratija china de todo por dos pesos, nunca me sentí sólo, a mi lado, con su entereza infranqueable, estaba la mujer que he elegido como compañera para siempre (o con ese deseo al menos) y cuando mi resistencia y mi esperanza se deshacían tan fácil como una hoja seca en otoño, ella me dijo “bajate” aún cuando eso significara resignar (temporalmente, espero) comodidades y bienestares.

Más allá del apoyo, de la incondicionalidad, ella está convencida de que me sobra paño para subirme a un nuevo tobogán y remontarlo como un barrilete, mucho más alto de los que soñé hacerlo con el viejo. Y yo debo mis mejores esfuerzos a esa fe porque lo merece (la fe y quien la profesa).

Una enredadera puede ser vistosa o no; puede sugerir diminutos bosques encantados o ser rala y aburrida; puede llenar de colores o ser oscura; pero si no fuera por el muro que tiene detrás lo único que sería es un montón de pasto tirado en el suelo. Y a pesar de esa importancia indiscutible, él, el muro, difícilmente se luzca.

Para la tan remanida frase que dice “detrás de un gran hombre, hay una gran mujer” tengo cumplido el 50 %, sólo falta alcanzar al gran hombre.

domingo, octubre 16, 2005

El Gran Pez

Cuando yo era chico, los viajes a Bragado eran muy distintos a lo que son ahora, por hechos reales y concretos como las velocidades más angostas o las rutas cargadas sin autopistas ni banquinas generosas, y por aquellas cosas que uno ve distinto al mirarlas con ojos de niño, esos ojos que magnifican todo lo que ven... o no, quién sabe, capaz es en esos momentos en que se tiene la dimensión correcta y después, el tiempo, nos hace perder la perspectiva.

El tema es que en esos viajes hubo enormes tormentas que terminaron con nuestro auto a un lado de la ruta y con la familia ilesa gracias a la incomparable pericia al volante de mi viejo y también hubieron muchas historias, juegos, canciones. El héroe de los cuentos era un tal Pico Paco Pento que peleaba incansablemente con temibles villanos de la talla del “colorado” Pimentón, siempre ayudado por el comisario Ripotoco que, dicho sea de paso, era amigo de mi abuelo Antonio. Comprábamos muchísimos animales con “un real y medio” y cada uno tenía su cría; nunca faltaban algunas estrofas del Martín Fierro, el principio del Fausto, aquel velero que tenía cien cañones por banda o el caballero del ensueño que le pegó un alpargatazo a la lamparita por matar un grillo. Todavía puedo repetir de memoria cada una de esas cosas.

Muchas veces, cuando llegábamos a Bragado, pasábamos por la casa de mi abuela Carmen, ella tenía un enorme cuadro de la guerra en donde un soldado herido con los ojos vendados, sostenía a otro que no podía caminar y entre ambos avanzaban en el campo de batalla prestándose los ojos y las piernas; y había otro cuadro más pequeño en el que dos gauchos a caballo conversaban mientras uno de ellos señalaba el horizonte en donde había algo que no se podía identificar bien.

Cuando no había nada mejor qué hacer, mi viejo se sentaba con nosotros y empezaba a destejer los hilos de fantasía de todas las historias que había detrás de esos cuadros, de cómo llegaron hasta allí los personajes y hacia dónde iban, reproduciendo los diálogos que entre ellos se desarrollaban.

No sé cuándo terminaron las historias pero un día, no hubo más. O los cuadros se callaron, o el “colorado” Pimentón finalmente resultó triunfante y eso no era un buen cuento, o sencillamente la vida las arrastró lejos jugando como el viento con un papel.

Aquellos viejos relatos están fuertemente anclados dentro mío, las recuerdo con tanto cariño como una película americana de happy days y el mentor de ello no fue otro más que mi viejo. Mi Gran Pez.

Como su mamá, mi abuela Orinda, decidió viajar a encontrarse con su pescador unos minutos antes de que el cumpleaños de mi Papá empezara, no hubo oportunidad, ni motivo, para desearle que tuviera un feliz cumpleaños, pero bien está decirle que lo quiero mucho.

Éste tiempo de ausencias me ha dejado rezagado con algunas ocasiones como los cumpleaños de Gaya, Cruella e Ylek y otras cosas que hubiera querido decir, todo ello se acomodará de a poco, del mismo modo en que yo lo voy haciendo, y quedará reflejado de la mejor forma posible. Lo mismo ha pasado con el día de la madre que, a falta de palabras nuevas, me quedo con lo dicho un año atrás. Felicidades a todas las que tienen el corazón ancho por celebrar éste día.