viernes, abril 21, 2006

El dolor de una amiga

“Después cambié de empleo y perdí de vista a Clarisa hasta un par de décadas más tarde, en que volvimos a encontrarnos y pudimos restablecer la amistad hasta el día de hoy, sin hacer mayor caso de los obstáculos que se nos interpusieron, inclusive el de su muerte, que vino a sembrar cierto desorden en la buena comunicación”


A veces ocurren cosas que se nos presentan en el momento adecuado como si fueran el decorado de un camino que está esperando nuestro paso y las circunstancias que nos acompañan. Accidentes, llamados, personas o, tan sencillamente, frases como la que cuelga arriba del post, pasarían de largo un día cualquiera, y, sin embargo, hay un instante exacto en que resultan como un chasquido de dedos que las transforma en inmortales o, al menos, les da un sitio largo en nuestra memoria.

Llevaba tres o cuatro cuentos de Eva Luna cuando Clarisa apareció ante mis ojos con su historia que parecía tomar retazos de tantas abuelas y, mientras saltaba entre sus momentos de magia con olor a pueblo, caí en esa frase que me obligó a detenerme para volverla a leer.

Ya no estaba pensando en la protagonista del cuento sino en mi amiga Duda Desnuda, en su dolor de adiós y su tristeza de agonías y en ese tránsito lascerante que resulta de despedir a un padre.

Entonces me detuve en esa comunicación eterna que señala la autora (Isabel Allende), donde la muerte tan sólo representa un ruido extraño que la dificulta, pero que jamás la interrumpe...

Se me ocurre que la comunicación entre las personas se forja con un sentimiento, nace a través de él y no sólo se materializa en palabras sino en infinidad de hechos anexos, omnipresentes, a los que ninguna distancia puede derrotar mientras ese sentir se mantenga igual de fuerte. Así, dos personas se encuentran después de que la vida les hizo un largo paréntesis y ocurre que se sienten igual de cerca que tantos años atrás. Los unen los recuerdos, es cierto, pero más importante que eso, los une un cariño que nunca pudo sucumbir.

O como recordó el Negro que Ella suele decir, “no se van, tan sólo toman distancia”.

Y sin embargo el dolor de la despedida, a lo que siempre fue, es tan fuerte, tan de carne sin piel, que nada de todo esto resulta el más mínimo consuelo; entonces, a quien ha sabido sembrar el cariño por torrentes, le sobran hombros que quieren enjugar las lágrimas de un dolor que se hace propio. O al menos, hacerle compañía, como yo con este poco.

Un fuerte abrazo, Duda querida.

martes, abril 04, 2006

Cuestión de peso

El día había llegado a su final y, a pesar de haber realizado múltiples actividades, yo sentía que ni siquiera me había podido sacar las lagañas de los ojos. A veces me provoca un dejo de melancolía que los días ocurran así, tan veloces que uno ni siquiera puede recordarlos porque no encuentra nada que merezca ser destacado en esas veinticuatro horas casi ausentes.

Esa noche estaba parado frente al espejo del baño, sin nada más encima que mis calzones, hurgueteando entre mis rastros de vejez; movía mis cabellos hacia un lado y hacia el otro para ver cómo mi frente se iba a extendiendo hacia lugares que antes no abarcaba, contaba los pelos de mi barba que osaron ponerse blancos y recorría, con la palma de ambas manos, la forma redondeada de mi panza como si fuese una mujer embarazada.

En algún momento bajé la mirada hacia el suelo y observé la vieja balanza que siempre espía por detrás de la puerta; para mí es casi una desconocida, una molestia a la que siempre he ignorado porque el resultado de pesarme era siempre igual. Pero ésta vez cedí a la tentación y me trepé a ella después de mucho tiempo de no hacerlo. Había tres o cuatro kilos nuevos, tan desconocidos que hasta tuve la impresión de que la balanza me miraba sobradora.

Un rato más tarde me fui a dormir pensando en esa novedad a la que no estaba acostumbrado pero sin que me preocupara más de lo que me llamaba la atención.

Dormí profundamente, y cuando eso sucede mi imaginación inconsciente desata sus colores más profundos; entonces soñé historias completas, tan llenas, que al despertar no pude evitar dar un par de vueltas más para volver a recorrer la historia. Unos minutos más tarde, ya levantado, las aventuras soñadas se deshicieron en mi memoria como la miga de un pan viejo entre los dedos y me fui a duchar para empezar el día nuevo.

Cuando pasé por la balanza, recordé el juego de la noche anterior y me subí instintivamente a ella como si así lo hiciese a diario. Extrañamente, el resultado volvió a variar, era exactamente un kilo menor que antes de dormir.

Mientras el agua caía por mi cuerpo llevándose el jabón, pensaba en la rareza de la balanza oscilante, en los sueños y entonces concluí que esa noche había utilizado un kilo de sueños que guardaba adentro mío. Levanté la cara hacia la ducha llenándome la boca de agua y, mientras la sacaba haciendo chorrito como si fuese una fuente, pensé que quizás los días no transcurren sin razón, que en el peor de los casos se encargan de llenarnos de sueños, gramo por gramo para que a la noche se liberen en todo su esplendor.

O quizás no, tal vez haya una explicación científica para ese kilo que se perdió, tan absolutamente racional que de poco me importa.