El Gran Pez
Cuando yo era chico, los viajes a Bragado eran muy distintos a lo que son ahora, por hechos reales y concretos como las velocidades más angostas o las rutas cargadas sin autopistas ni banquinas generosas, y por aquellas cosas que uno ve distinto al mirarlas con ojos de niño, esos ojos que magnifican todo lo que ven... o no, quién sabe, capaz es en esos momentos en que se tiene la dimensión correcta y después, el tiempo, nos hace perder la perspectiva.
El tema es que en esos viajes hubo enormes tormentas que terminaron con nuestro auto a un lado de la ruta y con la familia ilesa gracias a la incomparable pericia al volante de mi viejo y también hubieron muchas historias, juegos, canciones. El héroe de los cuentos era un tal Pico Paco Pento que peleaba incansablemente con temibles villanos de la talla del “colorado” Pimentón, siempre ayudado por el comisario Ripotoco que, dicho sea de paso, era amigo de mi abuelo Antonio. Comprábamos muchísimos animales con “un real y medio” y cada uno tenía su cría; nunca faltaban algunas estrofas del Martín Fierro, el principio del Fausto, aquel velero que tenía cien cañones por banda o el caballero del ensueño que le pegó un alpargatazo a la lamparita por matar un grillo. Todavía puedo repetir de memoria cada una de esas cosas.
Muchas veces, cuando llegábamos a Bragado, pasábamos por la casa de mi abuela Carmen, ella tenía un enorme cuadro de la guerra en donde un soldado herido con los ojos vendados, sostenía a otro que no podía caminar y entre ambos avanzaban en el campo de batalla prestándose los ojos y las piernas; y había otro cuadro más pequeño en el que dos gauchos a caballo conversaban mientras uno de ellos señalaba el horizonte en donde había algo que no se podía identificar bien.
Cuando no había nada mejor qué hacer, mi viejo se sentaba con nosotros y empezaba a destejer los hilos de fantasía de todas las historias que había detrás de esos cuadros, de cómo llegaron hasta allí los personajes y hacia dónde iban, reproduciendo los diálogos que entre ellos se desarrollaban.
No sé cuándo terminaron las historias pero un día, no hubo más. O los cuadros se callaron, o el “colorado” Pimentón finalmente resultó triunfante y eso no era un buen cuento, o sencillamente la vida las arrastró lejos jugando como el viento con un papel.
Aquellos viejos relatos están fuertemente anclados dentro mío, las recuerdo con tanto cariño como una película americana de happy days y el mentor de ello no fue otro más que mi viejo. Mi Gran Pez.
Como su mamá, mi abuela Orinda, decidió viajar a encontrarse con su pescador unos minutos antes de que el cumpleaños de mi Papá empezara, no hubo oportunidad, ni motivo, para desearle que tuviera un feliz cumpleaños, pero bien está decirle que lo quiero mucho.
Éste tiempo de ausencias me ha dejado rezagado con algunas ocasiones como los cumpleaños de Gaya, Cruella e Ylek y otras cosas que hubiera querido decir, todo ello se acomodará de a poco, del mismo modo en que yo lo voy haciendo, y quedará reflejado de la mejor forma posible. Lo mismo ha pasado con el día de la madre que, a falta de palabras nuevas, me quedo con lo dicho un año atrás. Felicidades a todas las que tienen el corazón ancho por celebrar éste día.
El tema es que en esos viajes hubo enormes tormentas que terminaron con nuestro auto a un lado de la ruta y con la familia ilesa gracias a la incomparable pericia al volante de mi viejo y también hubieron muchas historias, juegos, canciones. El héroe de los cuentos era un tal Pico Paco Pento que peleaba incansablemente con temibles villanos de la talla del “colorado” Pimentón, siempre ayudado por el comisario Ripotoco que, dicho sea de paso, era amigo de mi abuelo Antonio. Comprábamos muchísimos animales con “un real y medio” y cada uno tenía su cría; nunca faltaban algunas estrofas del Martín Fierro, el principio del Fausto, aquel velero que tenía cien cañones por banda o el caballero del ensueño que le pegó un alpargatazo a la lamparita por matar un grillo. Todavía puedo repetir de memoria cada una de esas cosas.
Muchas veces, cuando llegábamos a Bragado, pasábamos por la casa de mi abuela Carmen, ella tenía un enorme cuadro de la guerra en donde un soldado herido con los ojos vendados, sostenía a otro que no podía caminar y entre ambos avanzaban en el campo de batalla prestándose los ojos y las piernas; y había otro cuadro más pequeño en el que dos gauchos a caballo conversaban mientras uno de ellos señalaba el horizonte en donde había algo que no se podía identificar bien.
Cuando no había nada mejor qué hacer, mi viejo se sentaba con nosotros y empezaba a destejer los hilos de fantasía de todas las historias que había detrás de esos cuadros, de cómo llegaron hasta allí los personajes y hacia dónde iban, reproduciendo los diálogos que entre ellos se desarrollaban.
No sé cuándo terminaron las historias pero un día, no hubo más. O los cuadros se callaron, o el “colorado” Pimentón finalmente resultó triunfante y eso no era un buen cuento, o sencillamente la vida las arrastró lejos jugando como el viento con un papel.
Aquellos viejos relatos están fuertemente anclados dentro mío, las recuerdo con tanto cariño como una película americana de happy days y el mentor de ello no fue otro más que mi viejo. Mi Gran Pez.
Como su mamá, mi abuela Orinda, decidió viajar a encontrarse con su pescador unos minutos antes de que el cumpleaños de mi Papá empezara, no hubo oportunidad, ni motivo, para desearle que tuviera un feliz cumpleaños, pero bien está decirle que lo quiero mucho.
Éste tiempo de ausencias me ha dejado rezagado con algunas ocasiones como los cumpleaños de Gaya, Cruella e Ylek y otras cosas que hubiera querido decir, todo ello se acomodará de a poco, del mismo modo en que yo lo voy haciendo, y quedará reflejado de la mejor forma posible. Lo mismo ha pasado con el día de la madre que, a falta de palabras nuevas, me quedo con lo dicho un año atrás. Felicidades a todas las que tienen el corazón ancho por celebrar éste día.
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