Cuestión de peso
El día había llegado a su final y, a pesar de haber realizado múltiples actividades, yo sentía que ni siquiera me había podido sacar las lagañas de los ojos. A veces me provoca un dejo de melancolía que los días ocurran así, tan veloces que uno ni siquiera puede recordarlos porque no encuentra nada que merezca ser destacado en esas veinticuatro horas casi ausentes.
Esa noche estaba parado frente al espejo del baño, sin nada más encima que mis calzones, hurgueteando entre mis rastros de vejez; movía mis cabellos hacia un lado y hacia el otro para ver cómo mi frente se iba a extendiendo hacia lugares que antes no abarcaba, contaba los pelos de mi barba que osaron ponerse blancos y recorría, con la palma de ambas manos, la forma redondeada de mi panza como si fuese una mujer embarazada.
En algún momento bajé la mirada hacia el suelo y observé la vieja balanza que siempre espía por detrás de la puerta; para mí es casi una desconocida, una molestia a la que siempre he ignorado porque el resultado de pesarme era siempre igual. Pero ésta vez cedí a la tentación y me trepé a ella después de mucho tiempo de no hacerlo. Había tres o cuatro kilos nuevos, tan desconocidos que hasta tuve la impresión de que la balanza me miraba sobradora.
Un rato más tarde me fui a dormir pensando en esa novedad a la que no estaba acostumbrado pero sin que me preocupara más de lo que me llamaba la atención.
Dormí profundamente, y cuando eso sucede mi imaginación inconsciente desata sus colores más profundos; entonces soñé historias completas, tan llenas, que al despertar no pude evitar dar un par de vueltas más para volver a recorrer la historia. Unos minutos más tarde, ya levantado, las aventuras soñadas se deshicieron en mi memoria como la miga de un pan viejo entre los dedos y me fui a duchar para empezar el día nuevo.
Cuando pasé por la balanza, recordé el juego de la noche anterior y me subí instintivamente a ella como si así lo hiciese a diario. Extrañamente, el resultado volvió a variar, era exactamente un kilo menor que antes de dormir.
Mientras el agua caía por mi cuerpo llevándose el jabón, pensaba en la rareza de la balanza oscilante, en los sueños y entonces concluí que esa noche había utilizado un kilo de sueños que guardaba adentro mío. Levanté la cara hacia la ducha llenándome la boca de agua y, mientras la sacaba haciendo chorrito como si fuese una fuente, pensé que quizás los días no transcurren sin razón, que en el peor de los casos se encargan de llenarnos de sueños, gramo por gramo para que a la noche se liberen en todo su esplendor.
O quizás no, tal vez haya una explicación científica para ese kilo que se perdió, tan absolutamente racional que de poco me importa.
Esa noche estaba parado frente al espejo del baño, sin nada más encima que mis calzones, hurgueteando entre mis rastros de vejez; movía mis cabellos hacia un lado y hacia el otro para ver cómo mi frente se iba a extendiendo hacia lugares que antes no abarcaba, contaba los pelos de mi barba que osaron ponerse blancos y recorría, con la palma de ambas manos, la forma redondeada de mi panza como si fuese una mujer embarazada.
En algún momento bajé la mirada hacia el suelo y observé la vieja balanza que siempre espía por detrás de la puerta; para mí es casi una desconocida, una molestia a la que siempre he ignorado porque el resultado de pesarme era siempre igual. Pero ésta vez cedí a la tentación y me trepé a ella después de mucho tiempo de no hacerlo. Había tres o cuatro kilos nuevos, tan desconocidos que hasta tuve la impresión de que la balanza me miraba sobradora.
Un rato más tarde me fui a dormir pensando en esa novedad a la que no estaba acostumbrado pero sin que me preocupara más de lo que me llamaba la atención.
Dormí profundamente, y cuando eso sucede mi imaginación inconsciente desata sus colores más profundos; entonces soñé historias completas, tan llenas, que al despertar no pude evitar dar un par de vueltas más para volver a recorrer la historia. Unos minutos más tarde, ya levantado, las aventuras soñadas se deshicieron en mi memoria como la miga de un pan viejo entre los dedos y me fui a duchar para empezar el día nuevo.
Cuando pasé por la balanza, recordé el juego de la noche anterior y me subí instintivamente a ella como si así lo hiciese a diario. Extrañamente, el resultado volvió a variar, era exactamente un kilo menor que antes de dormir.
Mientras el agua caía por mi cuerpo llevándose el jabón, pensaba en la rareza de la balanza oscilante, en los sueños y entonces concluí que esa noche había utilizado un kilo de sueños que guardaba adentro mío. Levanté la cara hacia la ducha llenándome la boca de agua y, mientras la sacaba haciendo chorrito como si fuese una fuente, pensé que quizás los días no transcurren sin razón, que en el peor de los casos se encargan de llenarnos de sueños, gramo por gramo para que a la noche se liberen en todo su esplendor.
O quizás no, tal vez haya una explicación científica para ese kilo que se perdió, tan absolutamente racional que de poco me importa.
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