martes, diciembre 22, 2009

Red Little People

El fin de semana pasado, llevé a mis hijas a casa de sus abuelos. Allí, estaba Camila, su prima y compinche, y cómo el día estaba tan lleno de lluvia que las gotas se empujaban para poder llegar hasta el suelo, se pusieron a jugar con la infinidad de muñequitos de Little People que la Abuela les ha ido comprando a través de los años.

Cuando volvíamos a casa, Luli me empezó a contar de qué se trató el juego que fueron creando y yo le dije que si lo escribía, se lo iba a publicar por aquí.

Vean por qué...


Un mundo mejor

Hoy mientras jugaba con los muñequitos junto con mi hermana y mi prima jugamos a que todos tenían un mundo mejor…

Ellos nunca estaban ni estuvieron en guerra, ni peleaban, ni siquiera una pequeña discusión, ni un grito entre ellos ni con nadie.

Todos eran solidarios y trabajaban cuidando una granja, en el océano o en la ciudad. Los del océano lo que pescaban o lo que traían del exterior lo llevaban a la granja que los de allí junto con la leche, los tomates y los limones que cosechaban lo llevaban a la ciudad.

Esto desde ya es difícil de cumplir por lo de las peleas y la bondad entre ellos pero lo más lindo y lo que más quiero que se haga realidad es lo siguiente:

Cuando trabajaban para la sociedad, en el campo, en el mar o en la ciudad desde una cartera, una peluquera, una heladera, una mesera, una marinera o una chica del campo tenía todo lo que deseaba gratis, porque cuando hacían todo esto o llevaban leche a la ciudad los del campo o pescaban los pescadores no les pagaban con dinero sino que les pagaban teniendo cosas gratis.

Luego de haber trabajado toda una semana duramente los viernes se entregaba todo en la ciudad y esa misma noche se hacia una fiesta, en la cual se brindaba, se jugaba y se comía hasta la mañana del sábado. Al irse dormían el resto del día y el domingo todos iban a la ciudad y tomaban helados, iban a la peluquería o iban al hospital gratis. No pagaban el helado ni el corte de pelo por haber trabajado, por eso nadie en ese lugar era pobre excepto los que no trabajaban. Ellos aunque no tenían plata si querían un corte tenían que pagar con lo que tuviesen, pero ese no era el caso de nadie porque todos eran trabajadores y solidarios entonces todos tenían todo gratis.

Me olvidaba de algo: los viejitos, las personas mayores y los niños de menos de 10 años también tenían todo por que no podían trabajar de nada!!

Así me gustaría que fuera el mundo sin peleas ni discusiones, ni impuestos. Todo gratis a los trabajadores, así no habría robos ni nada de eso. Ojala algún día esto se haga realidad para que todos la pasen mejor y se pueda salir a la hora que quieras y a donde quieras y lo más importante… NO LE PEDIMOS PLATA A LOS GRANDES!!!


En fin..., parece que las ideologías, no solo no han muerto, sino que se empeñan en seguir naciendo inacabablemente utópicas.

miércoles, abril 01, 2009

Alfonsín

Cada vez que “La República Perdida” llega a su final me encuentra con los ojos húmedos; la imagen de una 9 de Julio tan llena como nunca lo hubo estado, ni antes ni después, me provoca tantas emociones que podría unirlas en un hilo hasta formar un rosario, es que yo estuve allí, yo fui uno de esa multitud que vivaba apasionado ante cada línea del preámbulo. Tenía 15 años, una edad en la que se comparten ingenuidades de la niñez remolona con valentías de la juventud por venir.

Finalmente, Alfonso, nos equivocamos cuando creímos que con la democracia se iba a comer, a curar, a estudiar… pero apostamos todo a ello, nos jugamos el cuero a que esa democracia fuera la solución y les explicamos, como nadie más en ningún otro lado, a los que nos la habían quitado que ya no iban a tener otra oportunidad. No quisimos ser primer mundo, no nos interesaba llegar a un sitio adonde nadie nos quería, nuestro lugar estaba al lado de los pares, de tantos países tercermundistas que, como nosotros, querían hacer su historia desde la libertad.

Después me alejé, no nos entendíamos demasiado, me fui buscando los disensos que necesitaba para sobrevivir a la repulsiva década de los 90 y ya desde lejos, no pude comprender por qué aceptaste pactar con aquel que representó una de las mayores antinomias a tus propios valores.

A pesar de las distancias nunca dejé de escucharte de tanto en tanto y, cuando el tiempo comenzó a regalarme la comprensión de la adultez, entendí muchas de aquellas cosas que el ímpetu juvenil me ensordecía, no todas, claro, pero estuvo bien así porque supe que tus aciertos y errores habían sido hechos con la mayor de las convicciones de que era lo correcto.

Tu muerte me llega en un momento especial, me encuentra semiabatido por una crisis que mis 40 años no saben soportar, me descubre al borde de un final al que probablemente le falte mucho pero que se siente tan cercano que se lo puede oler, me percibe contando frustraciones como si el tiempo se hubiese terminado y sintiendo que los destinos son imposibles de modificar.

Anoche, tu recuerdo repetido en tantas imágenes de televisión, me llevó otra vez hacia aquella "9 de Julio" y me hizo recorrer la historia hasta aquí, entonces, empecé a sentir que todavía queda, ME quedan, por andar un montón de utopías en las que, sin dudas, tu recuerdo será una buena guía.

Y en ese viaje al pasado, y en esas imágenes de tanta gente entristecida por tu ausencia, tengo hoy más ganas que nunca de decirte, Raúl, querido, que el pueblo final y definitivamente, está contigo.

miércoles, marzo 18, 2009

A mi hija (10)

Me da bronca no recordar todos los detalles con la claridad que quisiera, me gustaría contarte de los olores que se formaban entre la mezcla de las flores, los papeles de regalo y los bombones con las gasas y alcoholes del sanatorio o los colores de las paredes de aquella habitación o el paisaje que se veía desde la ventana, pero mi memoria se ha vuelto cada vez más mezquina. Sin embargo, hay cosas que sí han salido victoriosas a la erosión del tiempo.

La calidez de la noche del 17 de marzo te descubrió rasgando y pateando hasta romper la bolsa en la que habías permanecido tantos meses dentro de tu Madre. Sin sustos ni prisas, aunque con las sábanas mojadas, averiguamos dónde teníamos que ir a decorar el pesebre. No fue fácil encontrar tu sitio ya que esa noche, anticipando tu llegada, tantos niños quisieron nacer como vos, finalmente llegamos al Mater Dei con más promesas que espacio mientras yo sonreía sabiendo que poco más de 30 años atrás en ese mismo lugar, pero con distinto nombre, era yo quien insistía en salir de una panzota.

La noche se hizo larga, vos te resistías a abandonar a tu Mamá, con el corazón bailando apresuradamente y yo, sentado en una incómoda silla de madera en la sala de preparto, empecé a sentir que los párpados eran pesados telones de teatro, insostenibles.

Finalmente, cuando parecía que los cerrojos de las puertas habían caído, me vestí de gala con un delantal celeste y una cofia a tono. Mi cuerpo era una alquimia de miedos y ansiedades pero deseaba estar allí cuando llegaras. Quería ver ocurrir el momento más anhelado, deseaba sentir el paso de ese instante preciso en que mi vida comenzaba a realizarse, a perdurar, a existir. Preparé mis oídos para el exacto segundo en que a través de un pequeño grito, mi voz empezaba a tener eco. Pero no fue posible, tu corazón, acaso emocionado por percibir todo aquello, se desató y tuve que salir de la sala que se transformó en quirófano.

Desde detrás de una puerta me enteré que naciste, alguien que salía del quirófano a las apuradas se compadeció de mi cara deshecha para decirme que todo había salido bien. Durante los minutos anteriores, tan extensos ellos, había escuchado infinidad de ruidos (a los que interpreté de todas formas posibles) como siempre ocurre cuando uno se encuentra a oscuras. Poco o mucho mas tarde depende quién maneje el reloj de arena, apareciste envuelta en un manto que tenía varias veces tu tamaño.

Chiquita, muy chiquita, arrugada como una abuela centenaria y húmeda como una lágrima retenida, te vi pasar y me descubrí a mi mismo envuelto en sueños de recién nacido.

En la mañana del 18 de marzo de 1999 un verano en retirada todavía deseaba mostrarse cálido pero para mí eso carecía de valor porque fue allí cuando la temperatura empezó a medirse por el calor de tu cuerpo que un rato después resposaba sobre mi pecho desnudo robándose todo su contenido.

viernes, octubre 24, 2008

Reencuentros

El hallazgo no se mostró, en sus primeras ropas, tal como lo veo ahora y no es porque no fuera siempre así, sino porque cuando la primera piedra empieza a rodar, son pocos los que saben ver el alud al final de la ladera y, claramente, no soy yo uno de esos.

Supongo que en aquellos tiempos, mientras la sociedad comenzaba a inundarse de la frivolidad de los ’90, pasaban en mi vida muchas más cosas de las que guardo en la memoria; pero tan solo consigo recrearlas apenas como un conjunto de slices dispersos y algo borrosos que van apareciendo despacio, mientras la pared que tengo delante de mí se va trasparentando como si quisiera acercarme a los recuerdos perdidos.

En esas diapositivas, descubro a un pibito de veinte años en su tercer intento de estudiar una carrera universitaria (mucho más adelante en el tiempo, los intentos fallidos tendrían el color del fracaso, pero en esa época, eran, apenas una anécdota graciosa), había, junto a mí, un grupo de gente, un lugar de pertenencia (un sitio tan intangible como común a todos), un bar con cáscaras de maní en el suelo, juegos de puntos y cruces, generalas que hacían honor a su rango, y un estar juntos que significaba estar bien. Mientras imagino esos retazos de película censurada, me invade la sensación de que en tantos de esos flashes fui feliz, inconsciente e irresponsablemente feliz.

Quiero detener por unos segundos el relato aquí como para que ese feliz suene con eco, porque lo merece; tengo la fortuna de que encuentro muchos momentos en mi vida en que puedo usar esa palabra, hoy mismo, si se quiere, y sin embargo no creo haberlo disfrutado tanto mientras sucedía, en fin...

Todo aquello se interrumpió sin que hubiese un momento, ni una razón; nos atravesó el tiempo y construyó surcos en el que cada cual enredó o desenredó su propio cuento.

Hubo con quienes mantuve esporádicos contactos, pero terminaron tropezándose con olvidos circunstanciales que acabaron por hacerlos desvanecer hasta que ya no hubo más.

Y llegó Facebook que, como dice Caro, intenta unir lo que llevó mucho tiempo desprender, y allí estaba ese pasado que me guiñaba un ojo con aires de modernidad mientras me revelaba a dos de esas viejas amigas a las que pude haber olvidado pero que jamás dejé de querer.

Me gustaría saber qué pasó con ellas, qué fue y qué es de sus vidas y me tomaré mucho tiempo para escucharlas. Pero antes, quisiera que ellas me cuenten quién era yo, quién era aquel sobre el que pocos recuerdos me quedan que usaba esta misma piel y comparte recuerdos difusos con el que soy ahora.

Porque como le dije a una de ellas por Messenger, nosotros, al revés de los dibujos, comenzamos hechos con trazo fino y poco a poco nos vamos convirtiendo en bocetos hechos a mano alzada.

viernes, septiembre 22, 2006

Las tres muertes de mi Abuela

Mi Abuela murió tres veces, o quizás más, no sé, pero puedo dar fe de tres de ellas, cada una tan triste como solo una despedida puede ser.

Supongo que suena extraño esto de que una persona pueda morir varias veces, pero no lo es para mí, creo que durante la vida ocurren cosas que hacen que sintamos que a partir de ese momento otra historia es la que empieza. Hechos superfluos o profundos; gestados con la paciencia de una araña al hacer su tela o con la velocidad de una caída de párpados, pero en todas las ocasiones resultan de extremada importancia para quien los vive y se deja morir o pelea sin éxito hasta caer rendido.

La primera de las muertes de mi Abuela ocurrió hace veinticinco años y aunque yo era muy pequeño como para contar con exactitud cómo se sucedieron los hechos, intentaré relatar algo de aquello que se mantuvo abrazado a mi memoria hasta que le crecieron las uñas.

Yo estaba en el comedor diario de la casa de mi Abuela un par de días después de que mi Abuelo había fallecido, es posible que hubiese más gente con nosotros, pero no lo recuerdo, de modo que prefiero pensar que estábamos solos. Ella sostenía su pena de la mejor manera que podía (aunque esto no fuese más que con hilos de algodón) cuando sonó el timbre. No era riesgoso que un chico abriera las puertas en aquel pueblo y en aquellos tiempos, y, además, en mi condición de nieto mayor, tenía ciertas prerrogativas ganadas, de manera que fui hacia la puerta y la abrí. Entró alguien que tampoco podría decir si era familiar lejano o amigo, que venía a expresar sus condolencias. Mi Abuela se había quedado a mitad del pasillo atenta a lo que sucedía a su alrededor como siempre y al ver al visitante aceleró el paso hasta alcanzarlo en un abrazo en el que se deshizo en un llanto desconsolado y, aún comprendiendo la pena, me sobresalté con el hecho. No es bueno que los niños vean llorar a los mayores, aunque tampoco lo sea que los sentimientos se oculten, pero un adulto llorando, para un niño es poco menos que el derrumbe de una montaña y algo así debe haberme pasado en aquel momento. Pudieron haber otras tantas señales, pero aquella es la que he guardado como para describir la primera de las muertes de mi Abuela. La muerte a aquella vida que había llevado a cabo de a dos y que se transformó en una soledad sin aviso previo que ni hijos, ni nietos, ni los bisnietos que llegarían más adelante lograron llenar porque otro es el espacio que les tocaba ocupar a ellos en el corazón compungido de esa dama.

Esa primera muerte fue, quizás, la más desgarradora de las tres para mi propia Abuela, las otras se encargaban de afectar más a quienes estaban al lado de ella que a ella misma.

Diferente, triste de a ratos, la nueva vida comenzó a llevarse a cabo; la casa en la que vivía, todavía prolija, ya no tenía el brillo de antes (quizás como muestra de esa tristeza residual) y muchas cosas se fueron perdiendo, la planta de lima se secó igual que la parra y el auto que mi abuelo apenas si usaba para dar una vuelta, terminó en el campo. Nada de esto estuvo mal, pero es claro que no hubiese ocurrido en la vida anterior de mi Abuela, esa que se vivía de a dos.

Los nietos se hicieron grandes y los bisnietos habían empezado a llorar y mojar pañales cuando llegó la segunda muerte. Esta no fue tan repentina como hubo sido la primera, mas bien se produjo por una serie de deterioros permanentes y velorios prematuros aunque sí es cierto que el primer hecho ocurrió de forma totalmente imprevista. Una vena en la cabeza no cedió a la presión y transformó a una mujer vital, siempre joven y elegante, en una anciana. El habla no estaba bien y apenas si podía caminar y, sin embargo, con el tesón que muchas veces había mostrado, salió adelante hasta quedar casi como nueva. A pesar de ello había cambiado, se la notaba diferente, con ganas de aprovechar cada instante sabiendo que los finales habían estado a la vuelta de la esquina. La casa siguió deteriorándose y lo que antes eran plantas ahora eran arbustos, la tierra se salía de los canteros y trastos viejos se herrumbraban en el fondo al que ya nadie iba. A aquella venita la siguieron otras y cada vez la recuperación era más difícil.

Los últimos años de ésta tercera vida los pasó postrada, dejando de conocer y comprender a quienes se acercaban y con la familia reuniéndose seguido ante cada accidente temiendo que fuera la última vez. Aún en la inconsciencia, su tesón seguía inquebrantable y transcurrieron varios años hasta que llego un día en que la tercera muerte, la definitiva, batió palmas frente a su puerta como demostrando que aún los gigantes pueden caer derrotados.

Hace hoy un año de esa tercera muerte. Esa que lamenté más por aquellos que estaban sufriendo que por ella misma, que sin dudas hubiese merecido permanecer en esa eterna lucidez que un rato antes del final había cerrado los ojos.

La suerte que tenemos quienes creemos que existe una sala para visitar después de la última puerta es que podemos imaginarla de la forma que más agraciada nos resulte y entonces yo sé que hoy, como si fuese un extraño carrusel sin tiempo, ella ha recuperado aquella primera vida que tan feliz la hizo y en alguna parte los frascos se han vuelto a llenar de dulce, los zapallos están nuevamente almibarados, el pescado que trae mi abuelo tienen otra vez quien los cocine y Ella sigue atenta a todo lo que sucede a su alrededor esperando quien la visite nuevamente para poder preguntarle una y mil veces “¿no querés que te prepare un churrasquito?”.

Te quiero Abuela.

miércoles, agosto 23, 2006

38

Está empezando mi cumpleaños, es la trigésimo octava vez que esto sucede y la memoria no me deja recordar buena parte de ellos. Es extraño, uno se acuerda de tantas cosas flasheadas, sueltas, sin hilo y esos momentos que en cada año han sido especiales se me escapan como si fuesen un montón de aire.

Es un aniversario tranquilo, de estar bien sin euforia, y por más que la tranquilidad sea ese límite impreciso entre el bienestar y el aburrimiento, no puedo ponerme demasiado pretencioso. Después de lo malamente tormentosos que han sido los últimos años, que éste me encuentre tranquilo es más de lo que podía esperar trescientos y pico de días atrás.

Creo que pronto habré logrado la entereza suficiente como para poder empezar a construir sueños nuevos o retomar aquellos que quedaron incompletos. No podría precisar cuales son, pero soy demasiado inquieto como para quedarme en un lugar una vez que los pozos han sido tapados. Es probable que eso me aleje de este sitio, si es que no me he ido ya, pero aunque eso me genere muchos temores, que carezca de certezas y que en algunos momentos piense que será tan sólo un recreo, creo que todas las cosas deben concluir antes de que el cansancio o el aburrimiento las empañe y quizás eso ya haya empezado a pasar.

Pero no es algo que vaya a ocurrir ahora. No. Hoy es mi cumpleaños y ni la tranquilidad, ni las reflexiones acerca del porvenir, van a lograr ocultar la sonrisa franca, de ojos y boca, con que siempre lo vivo.

Y aún cuando aquella memoria débil me impida, dentro de un tiempo, recordarlo con exactitud, seré feliz este día como lo he sido en cada uno de los treinta y siente que me ha tocado festejar hasta ahora; es que son momentos en que el cariño se viste con todas sus ropas para encantarme desde el primer minuto.

Como dije el año pasado, yo creo que mi cumpleaños termina el día en que la última persona que tenga ganas haya saludado, de modo que cuando lean esto será el día preciso.

miércoles, agosto 16, 2006

Amores de ultramar

Un barco que navega escorado nunca me ha resultado una buena imagen, es cierto que a veces sugiere algún tipo de aventura pero esto sólo ocurre si uno lo mira desde abajo. El barco escorado siempre está naufragando, estira su final, pierde su carga y sus tripulantes se ven diminutos en el esfuerzo de ponerlo en pié. El barco escorado ha perdido todo su garbo, ha abandonado la elegancia felina de su deslizar, se ha ahogado en sus aires triunfantes y no regala mas que pena de verlo arrodillado mientras el agua y el viento juegan al piedra, papel y tijera para saber quién se queda con el trofeo.

En muchas ocasiones el barco remonta la dificultad, pero eso es otra historia, es contar el cuento una vez que se conoce el final y nada tiene que ver con ese estado en que se lo vio suplicar.

A veces tengo la sensación de que si Ella no estuviese a mi lado yo sería un poco como ese barco que navega escorado, que no tendría opción de pensar en un futuro porque me pasaría el tiempo tratando de ponerme a flote. Creo que si puedo mostrar algún tipo de porte agradable es porque es Ella quien genera el contrapeso necesario para que el equilibrio sea el preciso.

Puede ser que de vez en cuando discutamos por quién lleva el timón (en realidad siempre es ella), porque a veces uno quiere estar en popa y el otro en proa o porque no nos ponemos de acuerdo sobre cuál es la vela que el tiempo está pidiendo; pero nunca tuve duda alguna de que si estoy navegando hacia algún lugar es porque Ella me enseñó a leer la hoja de ruta.

Ella, la mujer que amo, que hoy cumple años.