sábado, marzo 18, 2006

A mi hija (un año después)

Si subiera a un avión mágico que me hiciese viajar a través de tiempo hasta poder ofrecerle un pañuelo al mocoso de nariz sucia que tu papá fue hace mucho, me encontraría con vos en un montón de cosas; tus polleras cuadriculadas del cole se habrían transformado en pantaloncitos cortos de color gris y el pelo se vería más corto (en eso tu abuelo era intransigente) y un poco más oscuro, pero el resto, gestos, rasgos físicos, corridas y trepadas, eran muy parecidos a los tuyos. Sos como un espejo en el que desaparecen las arrugas y la panza como por arte de magia.

También creía en la magia, me gustaban las historias y los cuentos igual que a vos; hadas y duendes, princesas y caballeros, ogros y brujas paseaban en relatos como si fuese el trencito de la plaza y, si bien Barbie todavía no había descubierto su vocación por la actuación, las mismas historias eran interpretadas por otros personajes. La madrastra de Cenicienta, la reina de Blancanieves y las brujas de Hansel y Grettel o la Bella Durmiente, eran igual de malas que como son ahora (esas nunca cambian ¿viste?) y siempre había príncipes valientes que al final corregían toda la historia para que saliera bien. El genio de Aladdin (en mi época se llamaba Aladino nomás) salía de su botella para conceder tres deseos y a cambio de Floricienta, que todavía no había nacido, tenía a Jacinta Pichimahuida para preocuparme por las desventuras de los chicos de la tele.
Mientras te lo cuento me da la impresión de que nada hubiera cambiado, y hasta me sonrío como si lo estuviera volviendo a vivir. Todo se arreglaba siempre, y eso estaba bueno.

Como no puede evitarse, con el tiempo fui creciendo y, vaya a saber por qué, empecé a ver que los finales no siempre son de comer perdices, había brujos y ogros por todos lados y la mayoría de las veces salían ganando; los policías eran, a veces, los malos y se llevaban a los buenos y la mentira resultaba tener más defensores que la verdad mientras que a nadie le crecía la nariz.

No creas que me dejé convencer, en el fondo siempre guardo un poco de aquellas ilusiones de chico, pero comencé a pensar que alguna vez, en tiempos que nadie sabe, los personajes de los cuentos habían perdido la guerra y desaparecieron con su magia. De a poco dejé de creer en las hadas, en sus varitas mágicas y en su polvo de estrellas. Y como le pasó a Campanita, perdí la fuerza para volar, o para soñar que es lo mismo.

De a ratos insistía y buscaba caballos alados por algún lugar, pero al final solo encontraba abono para las macetas; la ilusión la entendía como un juego y lo jugaba sabiendo que terminaba siempre al final.

Cuando hace siete años me clavaste por primera vez tus ojos negros de mirada profunda fue como si me sacudieras el alma, te transformaste en una realidad diferente, en un par de anteojos desde donde se ve lo que se había olvidado y entonces, calabazas, ratones y neblina se convirtieron en el sueño más maravilloso que jamás había tenido. Descubrí que la magia se esconde entre pañales y mamaderas, que lo diminuto se hace inmenso con una sonrisa, que el amor realmente no tiene límite alguno y que sobran “por qués” en un mundo que no tiene demasiado tiempo de preguntárselos.

Hoy, que coleccionás en tu boca más agujeros que dientes (mientras el Ratón Perez está por ir a la quiebra), disfruto cada día como el de una novela en la que todo resulta posible, en donde las palabras vuelven a ser mágicas y es bueno blandir espadas ante el fuego de tristeza de los dragones.

Hace siete años descubrí que aunque el mundo haya sido invadido por brujas victoriosas, las hadas todavía siguen naciendo y con ellas la esperanza de otro color.

Como no he encontrado la boletería para comprar los pasajes de ese avión que me lleve a la niñez, uso un disfraz de Papá, para jugar con vos, pero ya sabés, que no es más que otro personaje de nuestro cuento.

Que tengas un Feliz Cumpleaños, hermosísima hija mía.



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