miércoles, enero 11, 2006

El Ingeniero IV

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La travesía de investigación por la selva debió detenerse por un instante para que Lisandro arreglara, con una aguja gruesa y un poco de tanza, sus desflecadas alpargatas. La lona vieja finalmente había decidido desprenderse con el enésimo arañazo de una rama que jugaba con trampas; se mostraba débil y liviana como si flotara pero estaba afirmada al suelo con la fuerza de un capricho.

En el mismo momento, Gladys, la secretaria del Director y a la vez su sobrina, le daba instrucciones al ordenanza acerca de dónde tenía que colgar el nuevo cuadro que habían comprado para su oficina.

El sol ahogaba el aliento y se ponía de acuerdo con el enjambre de bichos varios para empecinarse en torturar a la comitiva; en realidad eso no hacía mella en Lisandro ni en sus compañeros, la investigación, era su motivación y nunca la naturaleza podía ser un escollo demasiado grande como para no disfrutarla. El problema es que el tiempo se escapaba ligero como el aleteo de un tábano y ellos no encontraban el lugar buscado como tampoco el camino de regreso; sus ropas, por otra parte, eran acordes al calor del día, pero para el frío nocturno resultaban tan escasas y ridículas como ojotas en la Antártida. Ciertamente, las temperaturas por éstos parajes desprotegidos no conocían de términos medios.

Desde la oficina se escuchó un grito, el ordenanza no estaba siguiendo correctamente las indicaciones de la secretaria y ésta con un movimiento intempestivo de su brazo intentó corregirlo. No fue lo suficientemente precavida y su mano golpeó contra el escritorio quebrándole una uña; furiosa, le dijo al ordenanza que se marchase con amenazas de hablar con su tío ni bien volviera de la reunión en la Intendencia y cuando la puerta se cerró, sacó una lima de su bolso de cuero nuevo y se puso a emprolijar la uña rota; un rato después, pasó por su baño privado para arreglar su maquillaje y renovar el perfume y se marchó a su casa después de tan agitado día de trabajo.

Pensando en la preocupación de su esposa e hijo y atendiendo el corte que su compañero se había hecho en la mano por usar tijeras sin filo, Lisandro pasó la noche en el bosque cubriéndose con hojas para soportar el frío lo mejor posible. Con la luz del día encontraron el camino de regreso y subieron a la camioneta para volver a las oficinas; cansados y sucios como estaban y con el vehículo cargado se montaron en ella, pero como ocurría dos de cada tres veces, encaprichada como una mula, la camioneta a la vuelta de la llave sólo respondía con risas de seseo.