jueves, marzo 02, 2006

La caza

Los pecados están permitidos por un rato y esto es una extrañeza para ella que no hace más que provocarle felicidad. La demuestra en su ansiedad de comerse toda la noche de un bocado, en esos ojos agigantados que son capaces de fotografiar con la mayor definición y en su sonrisa de collar de perlas a la que me es imposible dejar de atender.

Intenta no hacerse evidente y rastrea en esa noche de luces de colores a la próxima víctima de su juego. Verla en ese instante es encontrar la fiereza, el sigilo y la astucia de un felino cazador; espera el tiempo del ataque sin permitir que nadie la note y pareciera disfrutar ese momento previo tanto, como la acción por venir. Cuando su cabeza se detiene por algo más que un segundo es que el objetivo ha sido escogido.

Es entonces cuando su mirada brilla en forma diferente y el silencio de murmullos es una línea invisible que va desde ella hasta el lugar indicado sin que exista nada más. El ataque es veloz, certero, preciso, como si tuviera un mapa exacto de la geografía del lugar y sus habitantes.

Después del festín, se esconde entre mis piernas o huye lejos para no convertirse ella misma en una víctima. Agita el tarro de nieve artificial y retoma su danza de miradas furtivas para descubrir a una nueva presa.

De lejos se escucha el ritmo de los tambores, el pregón de la poesía urbana y los bailes acrobáticos de lentejuelas de colores, pero he dejado de prestarles atención. El corso y sus murgas no son más que un detalle decorativo para que mi alma se ría a carcajadas con Guada y su interminable encanto.