Crónicas de viaje II
Las desventuras con el viaje y con el auto, recién habían empezado; como les conté, la noche se había vestido de tormenta y los truenos eran la orquesta de fondo para unos temores que no quisieron quedarse quietos ni con el cambio de auto, cuando nos subimos al nuevo modelo y lo pusimos en marcha nos acomodamos a las anchas... pero enseguida nos hicimos más angostos que un hilo de coser, no había forma de sacarlo de punto muerto, era un coche automático y por más que tironeábamos y tironeábamos no salía de la posición en la que estaba. No vayan a creer que nos desesperamos, al contrario, descansamos unos segundos para poder pensar, evaluamos las soluciones posibles, intercambiamos impresiones sobre el problema y... seguimos tironeando. Yo lo miraba al Negrito y el Negrito me miraba a mí, y ambas caras estaban tan llenas de interrogantes como la de De La Rúa el día del helicóptero.
Yo creo que los pavos le damos pena hasta a Dios, así que una casualidad hizo que apretáramos el freno y la palanca se liberó (a nadie, en el mundo, se le puede ocurrir apretar el freno de un coche que no se mueve, al Negrito sí!). Nuestro corto viaje por las carreteras americanas había empezado, por fin.
Aunque de a ratos paraba, la tormenta seguía haciendo de las suyas y estábamos en una ciudad que NO conocíamos, cruzando calles que NO conocíamos y con el miedo a cuestas tampoco preguntábamos, nunca fuimos racistas, pero después del relato del vendedor, cada vez que veíamos un negro pisábamos el acelerador y así... nos pasamos o perdimos (según Mi opinión). El viaje por autopista se hizo como corresponde, respetando todas las velocidades máximas que se indicaban (o sea, nos pasaba todo el mundo). Resulta que yo estaba estrenando mi registro recién "compradito" y el negrito muchas ganas de dejarme manejar no tenía, pero como me veía tan entusiasmado y estaba cansado, hizo el auto a un lado y entregó el volante. Las millas que siguieron me hicieron transpirar tanto que ni la lluvia de hacía un rato me hubiera dejado disimular , con los brazos duros como si estuviera atajando a una gorda que se cayó encima mío y la espalda y el cuello firmes como si me estuviesen amenazando con un consolador; el Negrito no estaba mejor, si hubiese podido mandar los ojos adelante del auto para ver mejor lo hubiera hecho. Conclusión, cambiamos de chofer al ratito.
Cuando llegamos a Sarasota eran las ocho de la mañana (al aeropuerto habíamos llegado a las nueve de la noche) y según SU opinión, ni nos pasamos, ni nos perdimos, porfiado como pocos (creo que son doscientas millas).
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