El Ingeniero III
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La excelencia en el desempeño académico de Lisandro y los honores recibidos con su título, permitían avizorar un futuro plagado de éxitos, siempre que el nuevo ingeniero decidiese cruzar definitivamente fronteras llenas de océanos; seguir el camino del Inglés hacia las grandes compañías ubicadas en las megaurbes era otra alternativa igual de seductora; pero Lisandro había prohijado muy dentro suyo un amor por la tierra y la gente que lo había cobijado y deseaba devolver a su pueblo, lo que su pueblo había invertido en él. Era un idealista, con la pureza de su edad.
Aquí las ofertas eran tan escasas como magros los sueldos, los terratenientes eran gordos llenos de telarañas que vivían en la ciudad y sacaban de la tierra lo que ella les daba sin grandes inversiones ni trabajos de investigación. Había dos puertas que apenas si se entreabrían, pero para los sueños jóvenes de Lisandro eran, en ese momento, un abrazo. La empresa estatal de investigaciones lo entusiasmaba, iba a entrar como contratado, pero esperaba que el tiempo resolviera esto tan rápido como fuese posible. Al mismo tiempo, sin que las monedas fueran suficientes como para hacer ruido alguno, la Universidad le daba un par de ayundantías de cátedra, con la promesa de la pronta titularidad.
Los tiempos que siguieron no fueron buenos y no hubiesen sido fáciles de superar si María, con sus ojos tan pequeñitos como su cuerpo, no hubiera aparecido en su vida. Las ilusiones de Lisandro se iban cayendo como los pelos de su cabeza y por los mismos motivos, el estrés, el mal trato, las injusticias. La Universidad finalmente le había dado la titularidad ansiada pero a veces sentía que trataba de tomar el viento con las manos. En la empresa de investigaciones, Lisandro seguía como contratado con su mala paga mientras veía cómo pasaban a la planta efectiva los familiares y los amigos del Director.
El Director había sido nombrado políticamente y no tenía idea de cómo conducir éste lugar plagado de personas con título universitario cuando él tan sólo había invertido unos pesos para comprar el suyo. Pero tampoco le preocupaba demasiado, el sobre de su sueldo, gordo como un cerdo, estaba invariablemente a fines de cada mes y era lo suficientemente generoso como para enviar el retorno acordado a su superior.
El sol de media mañana comenzaba a hacer sentir su fortaleza cuando el grupo de investigadores se internaba en la selva. Lisandro sabía que estaban corriendo riesgos, que era una mezcla de inconsciencia y temeridad avanzar sobre éste agreste paisaje sin los instrumentos adecuados, pero de a poco se había ido acostumbrando al juego del gallito ciego que le proponían; cuando un mes atrás la única brújula disponible se rompió, escucharon del Director, la misma frase de siempre “estamos achicando el presupuesto porque las partidas no alcanzan y no queremos despedir a nadie”; esa mañana, antes de salir de su casa, al ingeniero se le escapó una sonrisa lastimosa mientras sacaba de la mochila de su hijo un lápiz cuya punta estaba protegida por un juguetito que apuntaba al norte y la volvió a guardar entre los útiles del chico antes de darle un beso en puntas de pie para no despertarlo.
La excelencia en el desempeño académico de Lisandro y los honores recibidos con su título, permitían avizorar un futuro plagado de éxitos, siempre que el nuevo ingeniero decidiese cruzar definitivamente fronteras llenas de océanos; seguir el camino del Inglés hacia las grandes compañías ubicadas en las megaurbes era otra alternativa igual de seductora; pero Lisandro había prohijado muy dentro suyo un amor por la tierra y la gente que lo había cobijado y deseaba devolver a su pueblo, lo que su pueblo había invertido en él. Era un idealista, con la pureza de su edad.
Aquí las ofertas eran tan escasas como magros los sueldos, los terratenientes eran gordos llenos de telarañas que vivían en la ciudad y sacaban de la tierra lo que ella les daba sin grandes inversiones ni trabajos de investigación. Había dos puertas que apenas si se entreabrían, pero para los sueños jóvenes de Lisandro eran, en ese momento, un abrazo. La empresa estatal de investigaciones lo entusiasmaba, iba a entrar como contratado, pero esperaba que el tiempo resolviera esto tan rápido como fuese posible. Al mismo tiempo, sin que las monedas fueran suficientes como para hacer ruido alguno, la Universidad le daba un par de ayundantías de cátedra, con la promesa de la pronta titularidad.
Los tiempos que siguieron no fueron buenos y no hubiesen sido fáciles de superar si María, con sus ojos tan pequeñitos como su cuerpo, no hubiera aparecido en su vida. Las ilusiones de Lisandro se iban cayendo como los pelos de su cabeza y por los mismos motivos, el estrés, el mal trato, las injusticias. La Universidad finalmente le había dado la titularidad ansiada pero a veces sentía que trataba de tomar el viento con las manos. En la empresa de investigaciones, Lisandro seguía como contratado con su mala paga mientras veía cómo pasaban a la planta efectiva los familiares y los amigos del Director.
El Director había sido nombrado políticamente y no tenía idea de cómo conducir éste lugar plagado de personas con título universitario cuando él tan sólo había invertido unos pesos para comprar el suyo. Pero tampoco le preocupaba demasiado, el sobre de su sueldo, gordo como un cerdo, estaba invariablemente a fines de cada mes y era lo suficientemente generoso como para enviar el retorno acordado a su superior.
El sol de media mañana comenzaba a hacer sentir su fortaleza cuando el grupo de investigadores se internaba en la selva. Lisandro sabía que estaban corriendo riesgos, que era una mezcla de inconsciencia y temeridad avanzar sobre éste agreste paisaje sin los instrumentos adecuados, pero de a poco se había ido acostumbrando al juego del gallito ciego que le proponían; cuando un mes atrás la única brújula disponible se rompió, escucharon del Director, la misma frase de siempre “estamos achicando el presupuesto porque las partidas no alcanzan y no queremos despedir a nadie”; esa mañana, antes de salir de su casa, al ingeniero se le escapó una sonrisa lastimosa mientras sacaba de la mochila de su hijo un lápiz cuya punta estaba protegida por un juguetito que apuntaba al norte y la volvió a guardar entre los útiles del chico antes de darle un beso en puntas de pie para no despertarlo.
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