Crónicas de viaje I
La salida fue una mezcla de emociones, hubo un asado en casa con toda la familia y de allí nos fuimos para el aeropuerto; la verdad es que cuando los vi desde la manga del avión repartiendo codazos para poder saludar por última vez se me llenaron los ojos de lágrimas, no iba a ser nada poco los dos meses afuera del país; pero también era mi primer viaje en avión y estaba inquieto y ansioso por el vuelo, no es que tuviera miedo, en realidad estaba como un chico abriendo los ojos bien grandes para que no se escape nada. Ni bien me senté, el negrito me dio un chicle para que los oídos no se taparan y yo me puse a mirar por la ventanilla, las casas, los autos y las calles parecían de juguete, eran las tres de la tarde del 21 de julio de 1991.
Tuvimos suerte que viajamos en un avión semivacío así que nos sobraba lugar y éramos atendidos como reyes, cuando nada podía verse por la ventana, me dediqué a recorrer las estaciones de música en las que nada me conformó mientras relojeaba en la pantalla cómo íbamos avanzando en el mapita que allí estaba, hasta que llegó la comida que me hizo sentir una especie de gentleman (nunca en mi vida había comido menucitos en bandeja), después la peli y una siestita.
Cuando llegamos a Miami nos esperaba una camioneta para llevarnos hasta el lugar en donde habíamos alquilado un auto, llovía como en la época de Noé y saliendo de las luces aeroportuarias, la lejanía de lo conocido hacía que la noche fuera más oscura de lo común. Los rayos parecían latigazos interminables en donde lo que se flagelaba era nuestra incertidumbre. Cuando nos recibieron en la agencia, festejamos que el vendedor hablara español, suponíamos que eso nos iba a hacer sentir más seguros. Él supuso lo mismo, pero jugaba de local.
El muchacho, "muy amistosamente", nos empezó a contar acerca de lo inseguras que se habían puesto las calles de Miami que nosotros debíamos cruzar para salir a la autopista que nos llevaría hasta Sarasota en donde vivían mis tíos. Parecía que el vendedor tenía muchas ganas de charlar, porque se tomó todo el tiempo del mundo para describirnos con detalle los últimos sucesos policiales callejeros. No es un lugar en donde haya nieve, pero si la hubiera habido, se vería negra al lado del color de nuestras caras, igual nos hacíamos los cancheros, como si tuviéramos todo controlado, no iba a ser cosa que pareciéramos maricones.
Cuando estuvimos a punto de ebullición y el hombre de la agencia terminó su último relato (con negros con cadenas incluidos en él), el tipo recordó mágicamente que, según las estadísticas, el auto más proclive a sufrir estos percances era el económico que nosotros íbamos a alquilar.
Tuvimos suerte que viajamos en un avión semivacío así que nos sobraba lugar y éramos atendidos como reyes, cuando nada podía verse por la ventana, me dediqué a recorrer las estaciones de música en las que nada me conformó mientras relojeaba en la pantalla cómo íbamos avanzando en el mapita que allí estaba, hasta que llegó la comida que me hizo sentir una especie de gentleman (nunca en mi vida había comido menucitos en bandeja), después la peli y una siestita.
Cuando llegamos a Miami nos esperaba una camioneta para llevarnos hasta el lugar en donde habíamos alquilado un auto, llovía como en la época de Noé y saliendo de las luces aeroportuarias, la lejanía de lo conocido hacía que la noche fuera más oscura de lo común. Los rayos parecían latigazos interminables en donde lo que se flagelaba era nuestra incertidumbre. Cuando nos recibieron en la agencia, festejamos que el vendedor hablara español, suponíamos que eso nos iba a hacer sentir más seguros. Él supuso lo mismo, pero jugaba de local.
El muchacho, "muy amistosamente", nos empezó a contar acerca de lo inseguras que se habían puesto las calles de Miami que nosotros debíamos cruzar para salir a la autopista que nos llevaría hasta Sarasota en donde vivían mis tíos. Parecía que el vendedor tenía muchas ganas de charlar, porque se tomó todo el tiempo del mundo para describirnos con detalle los últimos sucesos policiales callejeros. No es un lugar en donde haya nieve, pero si la hubiera habido, se vería negra al lado del color de nuestras caras, igual nos hacíamos los cancheros, como si tuviéramos todo controlado, no iba a ser cosa que pareciéramos maricones.
Cuando estuvimos a punto de ebullición y el hombre de la agencia terminó su último relato (con negros con cadenas incluidos en él), el tipo recordó mágicamente que, según las estadísticas, el auto más proclive a sufrir estos percances era el económico que nosotros íbamos a alquilar.
Como nosotros somos unos bananas bárbaros, pagamos la diferencia y llevamos otro auto...
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