viernes, agosto 19, 2005

Aventuras

Cuando yo escucho a muchos de Ustedes hablar sobre los tantísimos autores que han leído tengo la sensación de que si se hiciera un campeonato de lectura, entraría penúltimo y no es porque haya visto a alguien peor que yo sino porque me aferro a la esperanza de que exista. Pero, con todo eso, tengo una pequeña historia literaria infantil o juvenil que me trae tanto de esas Migajas del pasado que me gusta saborear.

Yo era feliz cuando mi vieja llegaba a casa con una Nippur Mágnum nueva, o con D’artagnan, El Tony o Fantasía. Las he leído desde que no estaban hechas todas en color (puff, qué viejo estoy), seguí las alternativas del Sumerio de Lagash (un antepasado del Caminante de Bajo la Luna Gris), lo vi pelear en Egipto, casarse con la Reina de las Amazonas y tener a su hijo, lo acompañe en sus mil guerras, mientras liberaba ciudades de malvados gobernantes y, finalmente, cuando volvió a su pueblo para echar al dictador Lugall Zaggizzi. Con el mismo entusiasmo, junto al inmortal Gilgamesh (que me desayuné de su verdadera existencia con el post de Ylek), recorrí la historia de la humanidad hasta lo que todavía no pasó y me enteré de la mafia norteamericana y de la Ley Seca según las aventuras del ítaloamericano agente del FBI, Giovanni Savarese. Hay mucho más, supe de las andanzas turcas por el renegado Dago, de las costumbres sajonas por el hijo de la loba, Wolf, y me balanceaba entre futuros inciertos y pasados igual de desconocidos con Mark y Or Grund.

Hubo libros también (che!, tampoco es para tanto), Constancio Vigil se encargó de contarme lo que le pasaba a la Hormiguita Viajera y al Mono Relojero antes de que Corazón llegara a mis manos y después de mi primer libro largo que fue Robinson Crusoe, la colección Robin Hood me acercó a Tom Sawyers, Colmillo Blanco, Dos Años de Vacaciones, La Isla del Tesoro, Sandokan y otros que ni me acuerdo, hasta llegar a Papillón al final de mi adolescencia.

Lo que no leía, lo miraba en el Sábado de Superacción del viejo Canal Once. Allí, me cansé de ver (porque las repetían seguido) Scaramouche, Los tres Mosqueteros, Ben Hur, el Fantasma de la Ópera, Cleopatra y Espartaco entre tantas otras, sumadas a todas las películas bíblicas de la época de semana santa en las que Dios siempre hablaba desde unas nubes que se abrían como si su voz ocupara lugar.

De todos ellos fui aprendiendo la historia, fantástica, incierta, deforme, pero historia al fin y todos me transmitieron ese gusto especial por la aventura. Así, muchas noches me despertaba queriendo soñar un ratito más para conocer el desenlace de esa historia que me había tenido como protagonista, no importa si no lo lograba, pocos días más tarde volvería a soñar una nueva situación que requeriría de mi valor, de mi osadía y de mi sagacidad para erguirme nuevamente en héroe.

Ahora que soy Papá y que la aventura se transita día a día, que finalmente tengo dos personitas que confían en mis superpoderes, saco aquellas ropas imaginarias y me dispongo a defenderlas de todos los peligros que las acechen. Recién allí, conocí el miedo.

Cuando la vida real se transforma en una aventura que requiere de toda nuestra atención, aquello queda guardado en un lugar remoto de la memoria, de la fantasía infantil, sin embargo, cada tanto, me vuelvo a despertar con el puño cerrado como si apretara una pesada espada y renacen las ganas de alargar un poquito más ese sueño. Pero hay que llevar a las nenas al cole, y se me hace tarde.