martes, julio 04, 2006

Crónica de una frustración

Ya podía sentir un cosquilleo constante desde la noche anterior, buscaba alguna excusa para distraerme pero nada me conformaba y me fui a dormir más temprano de lo acostumbrado para ver si de ese modo engañaba al tiempo. Surtió efecto por ser un jueves ya que la semana a esa altura se ha ocupado de acumular tanto sueño que para dormir sólo es necesario intentarlo, aunque cierto es que esa noche se demoró una vuelta más.

La mañana del viernes terminó por despertar a toda la ansiedad de la que podía disponer, y no era poca; el horario resultaba un tanto incómodo porque tenía tres horas entre la llegada a la oficina, entre bocinazos sin razón y sacudidas al volante, y la hora de comienzo del partido. En ese tiempo caminé más de lo que nunca lo he hecho, subí y bajé la escalera que une los dos pisos de la empresa varias veces y fumé excesivamente en los escondrijos de servicio donde no se puede pero se permite. En vano intenté trabajar, no había ningún espacio para que la más mínima concentración me perteneciera. Nalbandián perdió en la tercera ronda de Wimbledon como si fuese un anuncio de un mal día y, aunque en otro momento me hubiera molestado por ello, no me importó en lo más mínimo. Abría y cerraba páginas de Internet para saber la formación del equipo y miraba las publicidades más emotivas para alimentar, innecesariamente, un día cargado.

En invierno yo tengo frío por obligación, varias veces las mañanas me descubren restregando mis manos congeladas para darles calor, lo mismo sucede con el sueño, mi cuerpo y mi conciente corren a diferentes velocidades y aún cuando el despertador me hace mover desde horas despreciables, yo mantengo los ojos pequeñitos y me muevo en piloto automático casi hasta que el mediodía dé la verdadera hora de largada. Ese viernes nada de ello ocurrió, ni frío, ni sueño, ni nada que fuera diferente a la nerviosa espera.

Durante el partido apenas si duré sentado, me levantaba, caminaba alrededor del televisor y puteaba al árbitro (cuya nacionalidad alemana jamás estuvo encubierta) como una constante. Golpeaba puertas y ventanas y lamenté, en el final de la primera mitad, no haber podido plasmar en el resultado una superioridad futbolística notoria, aunque no excesiva.

En el entretiempo preparé dos termos de mate y apenas empezada la segunda parte grité casi hasta la afonía el esperado gol de Ayala. A partir de allí todo fue sufrimiento, la cancha se volvió un tobogán en contra que el árbitro Lubos (hijo de mil putas) parecía levantar para que la pendiente fuera insostenible… y lo fue.

Los últimos momentos trajeron alguna esperanza, volvieron a mostrar a mi equipo mejor, pero no alcanzó. Después fue sufrir los penales como las balas de una ametralladora que pegaban siempre en el pecho ignorando el afán de resistir, solo quedó espacio para la tristeza.

El final mostró las dos caras que en ese momento yo mismo tenía. El llanto de unos y la bronca peleadora de otros. Ambas cosas hubiese querido hacer si tenía la oportunidad. Hay ocasiones en que ser buenos perdedores es la más cínica de las mentiras y no hay necesidad de forzarla.

Me encerré en la oficina intentando que esa burbuja imaginaria tuviese algún componente amnésico y recién salí cuando la resignación incompleta llamó a mi puerta.

El tiempo, por viejo y sabio, se llevará toda la mugre acumulada en el fondo y me habrá dejado uno de esos días que por haber sido vividos tan pasionalmente formará parte del alhajero de las anécdotas a contar, como ahora.

2 Comments:

Blogger Cruella De Vil said...

Flaquito:
Arriba los corazones!
Esperaremos a Sudáfrica.
Qué remedio, no?
Definitivamente, la cancha estuvo inclinada y jugamos contra 12 alemanes.
Al menos quedaron ellos afuera también.
Sí, sí, ya sé... poco es el consuelo.
Y si te mando un abaaaaazo?
Te sentís mejor?
=)

9:47 p. m.  
Blogger Faivel said...

Sí, con el abrazo mejor :) (Sudáfrica está taaaan lejos en el tiempo)

Beso Cruella

Salú.

12:04 a. m.  

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