El peor miedo
Mientras el sol de final de primavera se metía por un pequeño ventiluz lleno de tierra ubicado en lo más alto de su habitación del centro de Zagreb, el joven Slobodan, todavía dormido, daba vueltas en la cama como si ella estuviese llena de serpientes. De a ratos balbuceaba palabras sin sentido y un sudor frío le poblaba la frente deslizándose entre su cuerpo como si fuera un puñal. Estaba soñando con aquella vieja guerra que le había robado la niñez y nunca se terminaba de ir.
Cada vez que esto ocurría, el pequeño croata andaba toda la mañana con un temblor en las piernas que lo hacía caminar a tientas sosteniéndose por las paredes de su casa. Su hogar, como tantos otros en su país, reflejaba las marcas de tantos y tantos bombardeos y en esas mañana de miedo residual, de monstruos nocturnos sin final, esas huellas parecían hacerse tan grandes que Slobodan tenía miedo de caer dentro de ellos y nunca más salir.
Durante las tardes que seguían a esos tortuosos amaneceres, el miedo languidecía pero nunca llegaba a desaparecer, por eso en las noches la visita de Morfeo se demoraba casi tanto como la llegada de los primeros rayos del día siguiente.
Esa noche, en su vieja casa de Zagreb y sin más compañía que su propia soledad, el joven Slobodan se sentó a ver el primer partido de su selección en el mundial de fútbol. Cuando terminó de escuchar la formación del equipo de Brasil, su rival de turno, apagó el televisor y se fue a dormir temprano; sus fantasmas le resultaban un mejor refugio.
Cada vez que esto ocurría, el pequeño croata andaba toda la mañana con un temblor en las piernas que lo hacía caminar a tientas sosteniéndose por las paredes de su casa. Su hogar, como tantos otros en su país, reflejaba las marcas de tantos y tantos bombardeos y en esas mañana de miedo residual, de monstruos nocturnos sin final, esas huellas parecían hacerse tan grandes que Slobodan tenía miedo de caer dentro de ellos y nunca más salir.
Durante las tardes que seguían a esos tortuosos amaneceres, el miedo languidecía pero nunca llegaba a desaparecer, por eso en las noches la visita de Morfeo se demoraba casi tanto como la llegada de los primeros rayos del día siguiente.
Esa noche, en su vieja casa de Zagreb y sin más compañía que su propia soledad, el joven Slobodan se sentó a ver el primer partido de su selección en el mundial de fútbol. Cuando terminó de escuchar la formación del equipo de Brasil, su rival de turno, apagó el televisor y se fue a dormir temprano; sus fantasmas le resultaban un mejor refugio.
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